domingo, 11 de mayo de 2008

"El espíritu de la letra", de Roland Barthes

Este escrito de Roland Barthes está incluido en el capítulo “La escritura de lo visible”, del libro Lo obvio y lo obtuso, imágenes, gestos, voces. Es, pues, nuestro texto fundacional.


El espíritu de la letra

El libro de Massin es una hermosa enciclopedia, llena de informaciones e imágenes. ¿Es la Letra su tema? Por supuesto que sí: la letra occidental, tomada en su entorno, publicitario o pictórico, y en su vocación de metamorfosis figurativa. Pero resulta que este objeto, tan simple en apariencia, tan fácil de identificar y nombrar, tiene algo de diabólico: se escapa en todas direcciones, y sobre todo en dirección de su propio contrario: constituye lo que llamamos un significante contradictorio, un enantiosema. Ya que, por una parte, la letra dicta la Ley en cuyo nombre se limita toda extravagancia («Por favor, aténgase a la letra del texto»), pero, por otra parte, como muestra Massin, desde hace siglos proporciona sin tregua una profusión de símbolos; por un lado, la letra «comprime» el lenguaje, a todo lenguaje escrito, con el cepo de sus veintiséis caracteres (en francés), que no son más que una simple combinación de rectas y curvas; pero, por otro lado, constituye el punto de partida de una imaginería tan vasta como una cosmografía; por una parte, significa la máxima censura (¡oh Letra, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!), y por otra el máximo placer (toda la poesía, todo el inconsciente son un regreso a la letra); la letra interesa por igual al grafista, al filólogo, al jurista, al publicitario, al psicoanalista y al escolar. ¿La letra mata y el espíritu vivifica? Afirmar tal cosa sería lo más fácil del mundo, si no fuera porque precisamente existe un espíritu de la letra, que vivifica a la propia letra; es más, sería lo más fácil del mundo si el símbolo máximo no resultara ser la letra en sí misma. Este trayecto circular de la letra y la figura es lo que Massin nos permite vislumbrar. Al igual que toda enciclopedia bien hecha (y ésta es más valiosa en la medida en que consta por lo menos de un millar de imágenes), su libro nos permite revisar algunos de nuestros prejuicios, incluso nos obliga a ello: es un libro dichoso (ya que se ocupa del significante), pero también un libro crítico.


Ya desde el comienzo, al recorrer esos centenares de letras con figuras, procedentes de los más diversos siglos, desde los talleres de los copistas medievales hasta el Submarino amarillo de los Beatles, se manifiesta en toda su evidencia que la letra no es el sonido; toda la lingüística se basa en la pretensión de que el lenguaje procede del habla, y de que la escritura no es sino una adaptación de la primera; el libro de Massin protesta: el pasado y el futuro de la letra (de dónde viene y adónde, infinita, de modo incansable, se dirige) son por completo independientes del fonema. Este impresionante hervidero de letras ilustradas nos sugiere que la palabra no es el único entorno, el único resultado, la única trascendencia de la letra. ¿Las letras sirven para formar palabras? Por supuesto, pero también para formar otras cosas. ¿Qué cosas? Abecedarios. El alfabeto constituye un sistema autónomo y, en este caso, provisto de los suficientes predicados como para garantizar su individualidad: alfabetos «grotescos, diabólicos, cómicos, nuevos, encantados», etcétera; en resumen, se trata de un objeto que no queda agotado en el ejercicio de su función, en su aspecto técnico: constituye una cadena significante, un sintagma ajeno al sentido, pero no al signo. Todos esos artistas que cita Massin, monjes, grafistas, litógrafos, pintores, han cortado el camino que parece llevar naturalmente de la primera a la segunda articulación, de la letra a la palabra, y han tomado otro camino, que no es ya el del lenguaje, sino el de la escritura; no ya el de la comunicación, sino el de la significación, y esta aventura se sitúa al margen de las presuntas finalidades del lenguaje, y en el propio centro de su juego.

El segundo (y no el menor) objeto de meditación que el libro de Massin suscita es la metáfora. Las veintiséis letras del alfabeto, dotadas de vida gracias a cientos de artistas de todos los siglos, han adquirido relaciones metafóricas con otras cosas que ya no son letras: con animales (pájaros, peces, serpientes, conejos, que a veces se devoran unos a otros para formar la D, la E, la K, la L, etcétera), hombres (siluetas, miembros, posturas), monstruos, vegetales (flores, brotes, troncos), instrumentos (tijeras, sierras, hoces, gafas, trípodes, etcétera): un completo catálogo de productos de la naturaleza y el hombre se superpone a la breve lista del alfabeto: el mundo entero se superpone a la letra, la letra se convierte en una imagen más en el tapiz del mundo.

Resultan de este modo ilustrados, iluminados, puestos en su lugar, ciertos rasgos constitutivos de la metáfora. En primer lugar, la importancia de lo que Jakobson llama el diagrama, una especie de mínima analogía, simple relación proporcional, y no exhaustivamente analógica, entre la letra y el mundo. En general, en eso consisten los caligramas, o poemas en forma de objetos, de los que Massin nos ofrece una valiosa colección (se habla mucho de caligramas, pero sólo se conocen los de Apollinaire). En segundo lugar, la naturaleza polisémica (mejor sería decir pansémica) del signo-imagen: al liberarse de su papel lingüístico (formar parte de la palabra), la letra puede llegar a decirlo todo: en esta zona barroca en la que el signo es aplastado por el símbolo, una misma letra puede referirse a dos cosas contrarias entre sí (parece ser que la lengua árabe posee algunos significantes contradictorios de este tipo: los ad´dâd a los que J. Berque y J. P. Charnay han dedicado un importante libro: para Hugo, la Z es el relámpago, Dios; en cambio, para Balzac es la letra malvada, la letra de la conducta desviada. Me parece una lástima que Massin no nos haya proporcionado en su libro una recapitulación de todo el paradigma, mundial y secular, de una única letra (y más teniendo los medios, como los tenía): por ejemplo, todas las figuras de la M, que van desde los tres ángeles del maestro gótico hasta los dos picos nevados de Megève –en un anuncio--, pasando por la horca, el hombre echado con las piernas levantadas y ofreciendo el culo, el pintor con su caballete y las dos amas de casa momentos antes de estirar la sábana.

Porque es evidente –y esto constituye el tercer capítulo de esta lección sobre la metáfora a base de imágenes—que a fuerza de extra-vagancias, de extra-versiones, de migraciones y de asociaciones, la letra ya no es, ya ha dejado de ser el origen de la imagen: toda metáfora carece de origen, ya que se pasa del enunciado a la enunciación, de la palabra a la escritura; la relación metafórica es circular, sin prioridades; los términos que la analogía recoge son términos flotantes: en los signos que presentamos antes, ¿por dónde se empieza?, ¿por el hombre o por la letra? Massin se introduce en la metáfora por la letra: por desgracia, los libros tienen que tener un «tema»; pero igualmente se podría entrar en la metáfora por la otra punta, haciendo de la letra una especie de hombre, objeto o vegetal. De modo que la letra no es, en suma, más que una cabeza de puente paradigmática, arbitraria, ya que por alguna parte hay que empezar el discurso (obligación que, por cierto, no ha sido lo suficientemente explorada), pero esta cabeza también puede ser la salida, en caso de que pensemos, como hacen los poetas y los mistagogos, que la letra (la escritura) es el fundamento del mundo. Siempre que asignamos a la expansión metafórica un origen hacemos una opción, metafísica e ideológica. Por eso son tan importantes las inversiones de origen (como la que opera el psicoanálisis sobre la letra en sí). Massin, de hecho, no cesa de decirnos, en forma de imágenes, que no hay sino cadenas flotantes de significantes que circulan, cruzándose unas con otras: la escritura flota por el aire. Observemos la relación entre letra y figura: en ella se agota toda lógica: 1) la letra es la figura, esta I es un reloj de arena; 2) la figura está dentro de la letra, envainada en ella por completo, como los dos acróbatas enroscados en una O (Erté, en su precioso alfabeto, que por desgracia Massin no cita, hace mucho uso de esta imbricación); 3) la letra está dentro de la figura (el caso de los típicos jeroglíficos de periódico): si el símbolo no se detiene nunca, es que es reversible: la I puede remitir a un cuchillo, pero, a su vez, el cuchillo no es más que un punto de partida de una vía cuyo extremo (como el psicoanálisis muestra) podemos volver a toparnos con la I (extraída de determinada palabra que reviste interés para nuestro inconsciente): nunca hay más que avatares.

Con todo esto creo que queda claro hasta qué punto el libro de Massin aporta elementos para un acercamiento actual al significante. La escritura está hecha de letras, de acuerdo. Pero, la letra ¿de qué está hecha? Podemos buscar una respuesta histórica (desconocida de momento en lo que respecta a nuestro alfabeto), pero también podemos utilizar esta pregunta para desplazar el problema del origen y dirigirnos auna conceptualización progresiva del intervalo, de la relación flotante cuyo punto de anclaje solemos determinar de manera abusiva. En Oriente, civilización ideográfica, los trazos se sitúan entre la escritura y la pintura, sin que ninguna de las dos pueda referirse a la otra; esto permite despistar a nuestra demencial Ley de la filiación, nuestra Ley paterna, civil, mental y científica: esa ley segregadora que nos obliga a colocar de un lado a los grafistas y a otro los pintores, a un lado los novelistas y a otro a los poetas; pero la escritura es una: lo discontinuo que constituye su fundamento, por dondequiera que se la mire, convierte en un solo texto a todo lo que escribimos, pintamos y trazamos. Y esto es lo que el libro de Massin demuestra. Ahora nos toca a nosotros no censurar ese campo material reduciendo tan prodigiosa suma de letras-figuras a una galería de extravagancias y de ensueños: el margen que concedamos a lo que podría llamarse lo barroco (para que nos entiendan los humanistas) es precisamente el espacio en que el escritor, el pintor y el grafista, en una palabra, el constructor del texto, debe trabajar.


1970, La Quinzaine littéraire.

Roland Barthes: "El espíritu de la letra", en Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces. Barcelona, Paidós. 1986. pp.103-107.